El tipo está tranquilo. Es jueves por la noche, tarde. Los pibes duermen, la mujer también, y él está sentado a un costado de la mesa de la cocina, con un brazo apoyado sobre ella, y fumando un cigarrillo, mientras comienza a disfrutar del fin de semana largo de Año nuevo-en el laburo les dieron el viernes libre-.
Mientras en la jeta se le va dibujando una sonrisa, la idea de los tres días de descanso le hace estirar una pierna y enganchar, con la “puntita” del pie, una silla lejana, para, sin tener que levantarse, acercarla lo suficiente como para apoyar las dos “patas” y ponerse más cómodo.
Después se sirve otro vaso de “birra”, prende otro pucho con la colilla del que estaba terminando de fumar, pega una larga pitada y, mientras larga el humo, despereza su cuerpo a sus anchas y se deja invadir por una profunda sensación de plenitud: él está ahí, con su metro setenta y cinco todo estirado sobre las dos sillas mientras sus hijos duermen sanos y su “negra” también hasta que él vaya la despierte con unos arrumacos y los dos se jueguen un campeonato de “FIFA” hasta la madrugada y...
...¿Y? ¿Qué más podía pedir? Se preguntó a sí mismo. Si se sentía como esos leones que veía en “Animal Planet” recostados sobre los pastos bajo el sol del atardecer en medio de la sabana africana, y sin hacer otra cosa que dejarse estar y ser. Como si el sentido final y único de la vida fuese eso: estarse quieto bajo el sol contemplando el mundo, para apenas molestarse en mover la punta peluda de la cola y espantar, así, alguna mosca o algún otro bicho.
“Y sí” -se respondió a sí mismo- “la vida era eso: estar ahí, en su casita, con los pibes creciendo sanos, felices, mientras él y su mujer se ocupaban de cuidarlos, y de darles estudio. Lo mismo que habían hecho sus viejos con él y sus hermanos”.
Se acordó del padre, ya jubilado. Y de cómo, junto a su vieja, tuvieron y tenían una vida sencilla, pero plena. Sin ahondar mucho en los por qué, se sintió agradecido y en paz. Recordó las veces que le habían prohibido salir, año tras año, hasta que se recibió de técnico químico. Volvió a agradecer, gracias a eso tenía trabajo.
De repente sintió miedo. La sola idea de ser un desocupado más lo asustó. Trató de tocar madera para espantar a los malos pensamientos, pero así como estaba con el cuerpo relajado, el bajo mesada -la madera sin patas más cercana- le resultaba inalcanzable. Por un instante pensó que su momento de plenitud se había ido a los caños, que tendría que pararse para tocar madera pero, el cenicero de algarrobo lo salvó.
Mientras lo tocaba con las dos manos suspiró aliviado. Prendió otro cigarrillo y volvió a su estado de nirvana. Miró el reloj de la cocina, las doce menos uno: faltaba un minuto para terminar el primer día de 2015. Y sonrió: tenía 364 días para estrenar ¿qué más se podía pedir?
De golpe, recordó lo de Rusia y Ucrania, los despelotes en Medio Oriente, lo de Israel sobre la Franja de Gaza y esa sensación de no saber quién era David y quién Goliat, y supo qué más pedir: Paz, que haya paz, y que el mundo sea más justo, con miles de millones de cocinas, en las que un tipo se fuma un cigarro, tranquilo, mientras sus pibes duermen felicess en su cuarto, y su esposa dormita, mientras lo espera para, juntos, hacer el amor.